No había llegado a la mitad y estaba harto de leer lo que había terminado de escribir dos días atrás y cuyo proceso lleva años, desde las inusuales situaciones de mi vida que me motivaron, mezcladas con las usuales, desfiguradas o retorcidas, que debieron ser planificadas, escritas, leídas, reescritas y releídas. Todo ese trabajo de capas y engranajes debe ser invisible y lo que debe quedar expuesto a la luz es una historia lo más inteligible, entretenida y sugerente posible, preparada para intentar meterse por los ojos de unas personas que no conozco y no me conocen. A su vez, estaré en puja con otros que han tenido intenciones similares a las mías, con los agravantes de que desconozco sus talentos y dudo acerca de la existencia del mío, el cual vislumbro en momentos cargados de buen ánimo y del cual descreo en las horas opacas. Se trata de crear algo innecesario de la nada, sin conocer a ciencia cierta si el consumidor quiere ser complacido o apaleado, ignorando también cómo tiene que quedar el producto terminado. Indudablemente, una vida castrense es más fácil.
Hay un enemigo concreto, visible, del que hay que dar cuenta. Alguien da las órdenes y solo en casos excepcionales consulta. Estoy armado de un cortaplumas que el día anterior había usado para terminar de abrir las páginas de un libro de poesía. Los pasillos anchos del liceo muestran una formación cerrada de bancos embalados con náilon y cartón, dispuestos de a dos por envoltorio. El tiempo es inhóspito, aunque debemos agradecer que el calor dé un respiro. Llueve. La funcionaria de servicio no para de hablar mientras ella y yo nos encargamos de apuñalar el náilon profuso e ir haciendo pilas cada vez mayores de embalaje que sobra. Habla de su antepasado violento, cuyo fantasma aparecía en la casa paterna, relata historias sobre los directores de los liceos en los que ha trabajado, algunas de modo bastante inclemente, cada tanto anuncia sonoramente que saldrá a fumar un cigarro. La directora, desentrenada para esas faenas, arrima los bancos liberados a la escalera, donde entran en juego los muchachos que mandó el cuartel. Y ahí se amplía el símil con la guerra, pese a que hago un esfuerzo por imaginármelos en una situación violenta –como en Libia- y no consigo hacerlo. Por si fuera poco, uno de ellos es el clon ignorado de Romário y el otro tiene cara de oso Gummy apesadumbrado. Es una guerra positiva que, al otro día, recibe más apoyos por parte del cuerpo docente, con lo cual la tarea se va evacuando más rápido y, sobre el mediodía, se vislumbra un resultado en los pasillos todavía polvorientos. La victoria es clara.
O, contrariamente, todos son enemigos y no hay quien te auxilie en tu intento de instaurar un régimen comunista perfecto con una población de gallinas, chanchos y vacas. Ese era Meyer, el loquísimo judío portoalegrense de “O exército de um homem só” de Moacyr Scliar, autor gaúcho que se murió ayer, algunos de cuyos numerosos libros leí con un placer liviano y divertido. Por supuesto, el escritor es ampliamente ignorado en Uruguay, a causa de las torpezas diversas que todos conocemos y ejercitamos. Sentí el hueco, tal vez porque abrigaba la esperanza de que viniera a visitarnos por acá en algún momento, tal vez porque tenía ganas de conocerlo. Después de saber la noticia, me puse a leer los homenajes y, entre ellos, apareció publicada en el diario ZeroHora una entrevista que le hicieron cuando cumplió setenta años. Y, además de muchas cosas interesantes, decía que, si el escritor sentía placer al escribir, eso se iba a trasladar al lector. Con sus libros, es verdad.
Es perfectamente imaginable, a raíz de lo que enseña Moacyr, que mi texto consiga transmitir ansiedad, inseguridad, algunos fluidos, bastante de verdad, un poco de calor, cansancio y a veces cierta soltura. Todo lo primero se parece a una literatura de la que me resulta tan fácil decir que es mala.
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Creo que escribir es un acto mágico de pasar del adentro al afuera, pero también eso se termina confundiendo. ¿Quién sabe dónde queda lo interior y lo exterior cuando la escritura nace del cuerpo, es cuerpo?
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Capaz que nadie. Yo mucho menos…
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