Parco

Era de noche en Tupiza y no había señales de verano. Ahí se entiende que la ropa típica del país sea de abrigo. En el camino casi no vimos vegetación. Dicen que, pese a que llueva, ahí manda el viento. Tal vez por eso la gente es árida a la hora de conversar. Donde no hay ramas, no es posible irse por ellas. Se me ocurre pensar que, de alguna manera, nos parecemos a nuestro paisaje y eso haga que los uruguayos nos pongamos frondosos en las riberas. O en torno a las calagualas. Los pobladores del altiplano viven en medio de un paisaje extremo, azotado de cerca por las nubes. Y no hablan. O, al menos, los adultos no lo hacen. Porque los niños que se encargan de atender a los viajeros sí lo hacen.
Como en el hostel, donde el recepcionista, locuaz y eficiente, tenía once años. Los aparentes padres no emitieron más sonido que el de sus suelas.
Un rato más tarde, en el lugar que encontramos para comer, la moza no superaba la edad del hotelero. Preguntamos qué era “pique macho”, que fue lo que en definitiva comimos. Respondió la niña y nunca la mujer que parecía dirigir el lugar. A las mujeres no les dieron cuchillos. En la tele, como de veinte pulgadas, daban una porno. Pensamos que el silencio podía ser algo de su cultura, como cuando los mozos uruguayos, si hay un hombre y una mujer, le entregan la cuenta a este. Dedujimos que los gurises hablan porque todavía no aprendieron a no hablar.
En el baño de la habitación el agua para bañarse era bien fría. Un libro de un moje budista que yo leía en el asiento de cerámica hablaba de sufrimiento. Pensé en qué le pasaría a una planta tropical en esa tierra de cardones.

Acerca de Fernández de Palleja

Treinta y Tres, de ahí vengo.
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