Finalmente, el portón se abrió y, una hora después de lo que decía el pasaje, emprendimos la marcha por la peor carretera que llevo vista, magnificada por los buenos oficios del ómnibus. La ruta de tierra transcurriría durante largos kilómetros en medio de cerros multicolores y abruptos, dueños de unos barrancos profundos salpicados acá y allá por fragmentos brillantes de carrocerías u otros restos irreconocibles. Los mochileros de varias nacionalidades sufrían el viaje mientras los bolivianos se mandaban brutas siestas, entre las que se destacaba la de la señora cuya cabeza yacía a mis pies en pleno pasillo quien, cuando el coche empezó a lloverse, sintió la humedad que enchumbaba las traperas que hacían las veces de almohada, se incorporó, dijo con cara risueña que a ver si dejaban de mear, volvió a acostarse y a hundirse de nuevo en un apacible sueño.
El boliviano locuaz resultó un guía espontáneo y simpático. Nos fue proporcionando su análisis sobre la división del país entre la sierra y el llano. Es decir, la parte más pobre y allí donde está el dinero y tradicionalmente se había radicado el poder, concentrado en manos poco indígenas y, según dijo, bastante corruptas. Nos habló de las migraciones internas y también de las externas. Él mismo vivía en Buenos Aires, trabajando en la construcción, como otros tantos de sus compatriotas, que andan distribuidos por todo el territorio argentino ocupándose, por ejemplo, de la producción chacarera y haciéndolo bien, a contrapelo de la imagen negativa que algunos tarados proyectan sobre ellos. De pronto, de entre el paisaje, señaló el cerro Chorolque, emblemático por ser donde se explotó la más antigua mina de estaño. Su padre trabajó ahí. Y yo me quedé pensando en todo lo que no dijo sobre el hombre. Eso es algo que cincela a las personas, la vida del padre. Por cómo lo nombró, el hombre no parecía haberse ausentado. Me quedé con ganas de saber cómo sería la rutina de la vida de ese niño hijo de un minero, cómo habría visto ese niño el envejecimiento de un hombre que primero era tan grande como el Chorolque y después habrá ido cobrando tamaño humano ahí adentro, quién sabe de qué manera húmeda. Pero nuestro compañero de viaje habló más de Evo Morales, cuya figura ciertamente veía con mucha admiración.
El peligro es el precio de la vista. Ese fue el eslogan que elaboramos para una hipotética campaña turística. Hasta lo tradujimos: Danger is the prize of the view. Ahora que pienso, también podríamos hacer como las murgas y cambiar la letra de “La hermana de la Coneja” de Jaime Roos cuando dice “fue el comienzo de un periplo más hamacado que un tren” por palabras alusivas a la coctelera permeable en que viajábamos.
El guía espontáneo nos dijo que, después de Atocha, empezaríamos a transitar por el altiplano. En mi imaginación, la idea de “plano” fue bastante analgésica, debo decirlo. Añadió que la ciudad era una especie de caso de resurrección demográfica. Se había transformado en un pueblo casi fantasma, repoblado a raíz de unas explotaciones mineras recientes. Bajamos. Fue una de esas paradas para ir al baño que uno tiene en la vida, con el detalle de que lo más parecido a un wáter que vimos era un páramo con una increíble concentración de basura y perros muertos. Pero con vista a unas montañas increíbles.
Una vez exoneradas nuestras vejigas, nos pusimos a socializar con unas compañeras de viaje. Hablamos de la vida, del metro de algún lugar, de la crisis en otro, tal vez del tiempo. Y, de entre los pasajeros de otro ómnibus que también había hecho la parada sanitaria, apareció de nuevo el francés de la cola de Villazón. Podría hacer un comentario sobre la hermandad de los viajeros en tierras extrañas. Sin embargo, el encuentro con el amigo galo podría describirse mejor como una sinopsis.
En Atocha no había más cosas que la piedra que levanté –de un lugar sin meadas- para regalarle a mi amigo Farmoca, que solo eso demanda a los viajeros. Según pude comprobar, la pieza ya fue incorporada a la construcción de su casa en las afueras de Aiguá, donde los sólidos muros de su baño cuentan, entre tantas otras, con la piedra cuadradita que orgullosamente traje durante miles de kilómetros.
Después del pueblo, hubo un anillo de varias cuadras de bolsas de náilon que se fue esfumando lentamente antes de dar paso a la lluvia torrencial que en un momento determinado obligó al ómnibus a parar en medio del yermo. Supongo que lo hizo convenientemente lejos de uno de los torrentes de agua que llenaron los anchísimos cauces cuyos puentes se justificaron de inmediato.
No hice mucho hincapié en que cuando el vehículo se acercaba a las curvas emitía bocinazos que avisaba que venía. Tampoco puse mucho énfasis en las lentas y peligrosas maniobras que se dan cuando otro ómnibus viene en sentido opuesto y tienen que pasar los dos. No quiero espantar a los viajeros.
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Hay unas cuantas que me gustan, pero me quedo con esta
“Eso es algo que cincela a las personas, la vida del padre.”… Gran verdad universal, da igual el lugar, nacionalidad o condición.
Abrazo 🙂
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No lo había leído. No es un viaje pal que tiene problemas en el fmoso oído medio! 😉
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Gracias LucLam.
Ah, no Piú, no es.
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Piú suena como el “Jueeeu!” de la Puchi (RIP), que Ally tb reproduce y no sé de dónde lo sacó… Estará en lamemoria de la casa?
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