En casa ando pisando babosas, ya me pasó el otro día y hoy de nuevo. Svetlana, mi mascota de esa especie, ya es adolescente y trae las amigas. Las piso siempre que voy de medias y me doy cuenta por una súbita humedad en la planta del pie. Pero no quiero referirme a esos estallidos sino a lo que me pasó hoy de tarde.
Tenía prueba de Portugués con mis tres alumnas y, como no les daba el tiempo, estuvimos una hora más ahí. Tenían que escribir un correo electrónico. Pensamos en que ahora seguramente no escriben por ese medio, a lo que una respondió que ella sí lo hace, pero solo en su trabajo. Ahí me acordé de que hasta ha podido haber e-mails de amor, así como ha habido cartas de amor, sms de amor y hasta whatsapps de amor. Rápida de reflejos, una de las gurisas reparó en que hace poco que tengo un teléfono que me permite mandar tales mensajes. Lejos de amilanarme, le agregué que no vacilo en incluir poemas de amor por ese medio de comunicación rápido, gratuito y obligatorio.
Tal vez me pasé todo el día pensando en cartas porque hoy de mañana, en la Biblioteca, una chiquilina me contó que tenía un amigo a distancia por whatsapp y yo me acordé de mi amiga japonesa por carta, Yasuko, que tenía veinte cuando yo quince, o de Lorena, que estaba en quinto cuando yo estaba en segundo, con quien intercambiábamos billetitos que nos dejábamos en el banco de un día para el otro. Pero lo interesante es que, después de la clase extendida de hoy, fui a hacer un trámite que debí interrumpir a causa de unos motivos gremiales, que se extenderán hasta que el gobierno se ablande, según me dijo el funcionario, a lo que respondí que entonces quedan como tres años de medidas. Fui entonces al supermercado a gastar mis últimos doscientos cincuenta pesos del mes, actividad en la que fui muy eficiente, y después paré un rato en la librería, donde conversamos con la librera sobre algunos escritores, entre buenos y locos, y salí de ahí. Pero todo este relato no tendría sentido si no fuera por la explosión que emergió como un chorro de luz imparable de la puerta del Banco República de frente a la Plaza San Fernando. En realidad, nada tendría sentido si no fuera por el estallido de belleza cuya onda expansiva me hizo caer presa del más súbito enamoramiento. Era como si ya hubiéramos caminado esas calles juntos en una vida anterior, una vida de siempre, era como si ya nos hubiéramos tomado cientos de cafés en esa esquina, era como si me hubiera dado mil veces el número de teléfono y como si, era tras era, le hubiera mandado este cuento leído por whatsapp. Al final, solo hay una cosa que no entiendo y es cómo pude haber pisado esa babosa si, desde la hora en que la vi, ando flotando.
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