Uno puede reencarnarse dentro de la propia vida, o por lo menos ir de un momento a otro, de un pueblo a otro, recorrer las calles y los barrios. Uno puede ver cómo se mueve la ciudad mientras uno también se mueve. Puede, como me pasó a mí, llegar dos días antes a un lugar por culpa de una ansiedad desinformada y, de esa manera, hacer tiempo en un día perdido escribiendo un poema sobre la experiencia. Y después dejarse llevar por la idea del viaje en vano, que posteriormente se transforma en una mudanza abrupta, en un replanteo vital, en una aventura y en la lectura de los acontecimientos. Una mirada que, por costumbre y falta de otras capacidades, ve a través de los lentes de la poesía que otros escribieron o de lo que las propias palabras pueden ordenar en el esfuerzo apurado por acomodar las cajas, aprender nuevas rutinas y lanzarse a una existencia nueva.
Los textos se habían escrito prácticamente corriendo, o trepándose a un camión, ayudado por los amigos de siempre, desembarcando en nuevos puertos. Me di cuenta, cuando estaba leyendo el material que iba a mandar al Fondo de Incentivo Editorial de la Intendencia de Maldonado, de que los poemas daban cuenta de una existencia trashumante. Tomé nota de que llegué a la ciudad hace veinte años y que, en ese tiempo, he tenido varios movimientos. También me parece percibir que lo que me mueve a escribir poemas son los movimientos: un viaje, una órbita al sol, un cambio de barrio. Son algunas memorias de un migrante, condición que heredo de mi abuelo gallego.