Nos subimos al barco sin demasiadas ideas. En popa. Pero allí quedaban pocos lugares, por lo que tuvimos que migrar hacia la proa, donde el movimiento era mayor y veíamos lo que sería la estela. El motor se apoya en el agua y levanta la proa sin mascarón donde habría quedado muy linda como sirena Carla Peres o Daniela Mercury. Nos dirigíamos a la Ilha do Arvoredo. Íbamos a sumergirnos con todo y tanque. Dentro de las mínimas nociones que teníamos prendidas con alfileres estaban que la respiración sería por la boca, que si se nos tapaban los oídos teníamos que apretar las narinas y soplar, que si nos mareábamos en el barco no convenía encerrarse en el baño porque era peor. Decidí no marearme y mi organismo accedió a las peticiones durante todo el viaje hasta la isla, donde rodó el ancla a unas brazas de la costa pedregosa que estaba expresamente prohibido tocar en razón de su carácter de reserva de flora y fauna. La charla preliminar –en español, eran todos argentinos menos nosotros y el capitán- versó sobre detalles, recordó consignas, nos dejó en último lugar porque éramos novatos.
Nos pusimos por primera vez los trajes de neopreno ceñidos. Se nos instalaron sendos cinturones de lastres plúmbeos. Tanque, chaleco inflable, lentes de buzo. Todavía no habíamos respirado con el aparato bucal. Dimos, cada uno a su vez, el paso largo que entregaba nuestras humanidades al agua. Flotábamos. Se me hizo complicado embocar el respirador. Se puso más difícil cuando el instructor quitó aire del chaleco y me vi forzado a respirar a puro tanque. Mi ritmo cardíaco se desbocó al tiempo que un enjambre de burbujas salía de los costados de mi cara. Uno cuando se asusta –ahí lo supe- respira más rápido por la nariz, tal vez para correr más rápido, pero Federico nos había dicho que la velocidad abajo del agua es para los peces. Empecé a entender de apuro los conceptos de impotencia, fe, la muerte, la ignorancia y la confianza ciega en un argentino rubio. Al principio, ni siquiera veía por culpa de las burbujas, no podía hacer nada; tuve que tener fe en el brazo izquierdo de Federico y aceptar por toda comunicación una serie de gestos predeterminados que no recordaba bien. No podía evitar la visión de mis pulmones rápidamente repletos de agua, ignoraba qué diablos podía hacer si pasaba algo. Sólo fue cinco o seis metros más abajo y con la respiración regularizada que empecé a fantasear con tiburones. Sí, la ley del agua hacía del aire consumido con calma un insumo tan valioso que Midas, de haber estado allí, habría convertido todo en setenta por ciento nitrógeno y veinte de oxígeno.
Peces de colores, cardumencitos de flechitas plateadas, un caballito de mar, un pez que se alimenta en una roca, una araña de mar, una tortuga marina y grande que hace olvidar el susto. Todavía oigo el ruido regular y áspero del respirador accionado por mí con creciente soltura. Los movimientos torpes, no saber darse vuelta. Intentar siempre mantener la horizontalidad, saber que no se es ese judío errante que vuela de calzoncillo rojo.
Después de agregar caminatas, escaladas y remo por las bahías, empezaba una odisea. A las cinco de la mañana, un ómnibus local hasta la espera en un pueblo que duerme. Luego otro coche hasta la capital donde mora Tabajara, donde tomaríamos el siguiente, hasta la capital de Verissimo y Scliar. A ambos nos acompañaba Mankell. Ella venía con “La leona blanca” (uno de Wallander) y yo venía con “Viaje al fin del mundo” (lo terminé anoche y descubrí maravillado que, en las últimas páginas, hablaban de Brasil). Habríamos enloquecido sin leer porque el vehículo de la empresa Eucatur paraba en los más mínimos caseríos de Santa Catarina. Hasta que, coincidiendo con el ocaso, apareció Porto Alegre de golpe con todo y terminal rodoviária, a la que nos vimos confinados por falta de tiempo y dinero. No había mucho que recorrer, el lugar no es lindo, es un no lugar donde uno experimenta lo que los contenedores en los puertos. Los asientos para esperar son de madera, los espacios están divididos por caños de fierro. Los bolsos a los pies y ella va al baño.
Un hombre hablaba por teléfono en el asiento a mi derecha. Llamaba a personas amigas. Decía que estaba en la terminal, que no había tenido tiempo de irlas a visitar pero que ya iba a pasar en su próxima visita a la ciudad. Ella estaba en el baño. El hombre me pidió que le cuidara los bolsos, que iba a buscar un lanche. Le dije que sí, aunque con la incertidumbre de cuándo volvería. Imaginé que se iba a sentar en alguna de las lanchonetes. Ella volvió del baño. Le pedí que me relevara en mi misión mientras yo iba al baño a mi vez. Me pareció verlo al hombre ahí adentro. Volví al escaño y le comenté a ella mi diálogo con el tipo, que supuse del interior por lo confiado. No había terminado de decirlo cuando reapareció el brasilero, que agradeció por los cuidados.
Un grupo de gente estaba de despedida. Sacaban fotos. Rotaban la posición de fotógrafo, hasta que de pronto el hombre del equipaje se ofreció a sacarles la foto para que salieran todos. Volvió al banco. Le sonreí. Empezamos a conversar, no sé bien cómo ni por qué tema, pero lo cierto es que era oriundo de Bagé (tierras del “Analista de Bagé”) y había vivido en Porto Alegre, São Paulo, Estados Unidos (los seis mejores años de su vida, trabajaba mucho y tomaba Ballantine’s), Melo, Treinta y Tres. Sí, eso mismo. Y le gustaban Los Olimareños, los conoció ahí mismo en el pueblo y cuando él y ellos eran jóvenes. La política no estuvo afuera, no nos faltó hablar bien de Obama. Va por la séptima mujer. Ama a los todos los seres humanos por igual, y a las plantas. Explicó que la diferencia entre el amor a una mujer X y mi mujer es que con ésta “faço sexo”. Días después pensé en cómo los brasileros conciben al acto sexual como algo que se hace, mientras que nosotros con suerte “tenemos sexo”, sin que nos adjudiquemos lingüísticamente el derecho a manipularlo artesanalmente. El tema derivó hacia la religión, vaya a saber uno cómo…, tal vez porque yo comenté algo sobre la religiosidad de los brasileros. Dijo que era espírita. No tienen pastores, según él allí nadie es más que nadie. La caridad y la ayuda a los otros son sus fundamentos. Allan Kardec es su antecedente. “Fora da caridade não há salvação” es el lema. Además de instarme a leer las obras de Kardec, me pidió la dirección para mandarme una postal desde Laguna, la cuna de Anita Garibaldi, “o único macho de Santa Catarina”. Accedí. Más tarde, cuando él tomó su ómnibus, nos saludamos calurosamente. El hombre tenía la capacidad de la amistad y la iniciativa, lo cual me parece signo de uso del espíritu.
Volví a mi realidad habitual. En algún momento leí algo sobre libros “New Age”. Pensé que yo había estado en otro mundo, uno donde las reglas son otras, uno más lento para nuestra habitual ceguera, con reglas amnióticas olvidadas. Relacioné los pececitos de colores con la negación que solemos tener de que exista otro mundo donde el cuerpo de carne y sangre no sea lo único real. Tal vez, como abajo del agua, haya que dejarse llevar respirando regularmente por unas aguas más livianas que el aire. Y darle la misma trascendencia a nuestras creencias e ideas del mundo que a las recetas que vienen en las cajitas de gelatina.
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>Me alegra haber inspirado toda esa formidable aventura. Te agradezco tu mención y tu amistad.Un gran abrazo!!!A.A
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>Archiduque: Me di cuenta de que el relato de algunos fragmentos de mi viaje podìan ilustrar cierto orden de mis pensamientos generado a partir del comentario tuyo sobre «New Age». Abrazo, gracias por la visita.
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>Me parece estupendo que tengamos una espiritualidad amplia, con ganas de integrar lo que vivimos en ella, de fronteras mucho menos rígidas que la religiosidad. Y que siga habiendo gente con iniciativa para la amistad, esto ocurre casi siempre lejos de las urbes y no es casualidad. Existe otro mundo que vamos tapando constantemente con la hojarasca de nuestras frustraciones impacientes.
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>¿lejos de las ubres?
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>hola profe actualize los blogs ahh y feliz dia del idioma español jeje nos vemos voy a actualizar mas seguido
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